domingo, 21 de mayo de 2017

El poder de las imágenes

FREEDBERG, David. (2011). El poder de las imágenes. Madrid: Cátedra.
 
 
     El poder de las imágenes, de David Freedberg se ha convertido con el tiempo un gran clásico dentro de los estudios visuales. Freedberg es profesor de Historia del Arte en la Universidad de Columbia y ha realizado investigaciones sobre cuestiones relativas a la iconoclasia (Iconoclasts and Their Motives, 1984), algo que se ve reflejado también en este tomo. Sin embargo, y aunque este tópico es abordado repetidas veces en la investigación que nos ocupa, El poder de las imágenes es más bien una historia de las respuestas hacia las imágenes.
     En su ensayo El poder de las imágenes, Freedberg intenta esclarecer cuáles son las posibles razones de las respuestas humanas hacia las imágenes, ya sean éstas imágenes artísticas o no e independientemente del contexto que las rodee; pues si bien es cierto que el contexto influye en nuestra experiencia ante una imagen (ciertamente hay un nexo entre convención y creencia) (p. 28) tampoco deja de ser verdad que las imágenes nos han afectado desde siempre.
     En esa capacidad de afectarnos reside su poder y, por tanto, nuestro recelo hacia ellas. La tesis principal que Freedberg sostiene es que en la relación que mantenemos en la actualidad con las imágenes hay un componente represivo consistente en negar, no solo que éstas nos provocan más afectos de los que consideramos pertinentes hacia un objeto inerte, sino también en rechazar la idea de que nuestras reacciones y emociones hacia las imágenes sean las mismas que las de nuestros antepasados o que las de aquellos a quienes consideramos iletrados o pertenecientes a culturas menos avanzadas.
     Existe un factor incómodo en las imágenes que ha hecho que desde hace siglos se las haya temido y se hayan desencadenado reacciones iconoclastas hacia ellas. Este factor es, como se ha dicho, una consciencia plena del poder que tienen para afectarnos, así como el de otros peligros que su contemplación entraña: entre ellos, el riesgo de confundir la representación con lo representado y que ello conduzca a la idolatría. El temor a la idolatría es un lugar común dentro de la manera en la que muchos pensadores de la Contrarreforma hablaron a la hora de condenar el uso de las imágenes, y no podemos decir que esa forma de hablar se deba simplemente a un cliché o a una convención repetida gran cantidad de veces. “Una opinión enunciada con tanta fuerza y atractivo, es de suponer que esté basada en una creencia firme más que en la directa repetición de un topos o de alguna idea comúnmente aceptada.” (p. 23) Estos autores realmente creían y eran conscientes de los usos, de la eficacia y el poder que tienen las imágenes.
     Es necesario aclarar antes de continuar, que el objetivo de Freedberg no es ni realizar un análisis de lo que son nuestras respuestas ni establecer un componente común que dé explicación a lo que es una imagen. Lo que él trata de hallar y analizar es cuáles son los lugares comunes dentro de nuestras respuestas para tratar de determinar cómo nos relacionamos con las imágenes y de dónde proviene el poder y los efectos de éstas sobre nosotros:
 
     “Alguien podría suponer ingenuamente que mi método pretende elevar a la calidad de hipóstasis la respuesta o determinadas clases de respuestas, pero nada podría estar más lejos de la verdad. No se propone determinar lo que son o no son las respuestas ni, de hecho, lo que la respuesta es o deja de ser. Tiene que ver con los modos de hablar sobre comportamientos que los espectadores reconocen como propios y sobre las modalidades de conducta y de interacción que no pueden darse sin la presencia del objeto en el que está representada una figura.” (p. 43)
 
     Ante todo, el propósito de Freedberg es más bien el análisis de un primer nivel de respuesta, un tipo de reacción recurrente en todas las épocas y lugares (p. 11). Con lo cual, aunque acude a numerosos ejemplos de imágenes, su estudio no se centra en casos ni clases de imágenes sino en las clases de respuestas (p. 13). Principalmente, de aquellas que según él reprimimos por considerarlas o bien propias de una mentalidad supersticiosa y superada, o bien impropias cuando, por ejemplo, nos enfrentamos al análisis de obras de Arte. De hecho, Freedberg sostiene que hay una escisión en nuestra forma de experimentar lo que consideramos Arte elevado y el resto de imágenes. Cuando estamos ante lo que consideramos Arte con mayúsculas, las respuestas primarias como el deseo, se reprimen más que nunca y tratan de obviarse mediante reflexiones técnicas y teóricas sobre lo que estamos percibiendo. Sin embargo:
 
 
     “[…] por mucho que intelectualicemos […], todavía subsiste un nivel básico de reacción que rebasa fronteras históricas, sociales y otras de tipo contextual. Precisamente en ese nivel –perteneciente a nuestra dimensión psicológica, biológica y neurológica en tanto que miembros de la misma especie- es donde nuestra cognición de las imágenes se conecta con la de otros hombres y mujeres,  y es este punto inmóvil el que buscamos.”(p. 41)
 
     El hecho es que en general, según Freedberg, admitir nuestra actitud hacia ellas nos incomoda porque inducen a comportamientos irracionales como atestiguan los numerosos casos de ataques a imágenes. Tememos su poder y por ello reprimimos y evadimos nuestras expresiones hacia ellas en base a descripciones formales e intelectualistas. Parte de esta tendencia a la negación es heredera de una tradición que siempre se ha resistido a considerar las emociones como parte de la cognición (p. 476).
     Las teorías de Freedberg, aún de gran interés, no han estado exentas de críticas  por parte de autores como Ernst Gombrich. Si bien Gombrich alaba el trabajo de Freedberg, le critica su tesis de la relación entre semejanza y eficacia.
     Freedberg mantiene que, por ejemplo, en contextos mágico-religiosos, la creencia en la eficacia de ciertas representaciones no es causada ni por razones de simpatía ni por razones de magia; tampoco es debida a la condición simbólica del objeto, sino que se debe a que está presente una congruencia antropomórfica. "Cuando vemos la imagen semejante, la sustituimos mentalmente por el prototipo real que representa; a menos que […] se imponga una diferenciación estética por motivos de atención o abstracción. Esta tendencia a la sustitución no dimana de ningún proceso mágico. Forma parte del proceso cognoscitivo y es la raíz de la creencia en la eficacia de las imágenes «mágicas»" (p. 316). La idea de la semejanza o el realismo como responsable en buena parte de la eficacia sobre nuestros afectos que tienen algunas imágenes es defendida por Freedberg a lo largo de su ensayo.
     En contra de esto, desde una concepción semiótica, Ernst Gombrich (1998) critica la idea de que la eficacia de una representación esté en gran medida ligada a su grado de realismo o semejanza con el referente. Para Gombrich, una imagen es una representación que es capaz de estar en lugar de otro objeto porque puede aglutinar todo aquello que consideramos, según nuestro interés, propio del original sin que ello signifique que tenga que ser física y materialmente similar al objeto al que hace referencia. Una representación es algo que no tiene por qué ser una réplica exacta del original, ni siquiera tiene porqué guardar un parecido estrictamente físico, basta con que sirva más o menos para lo mismo que el original. “El criterio de valor de una imagen no es su parecido con el modelo, sino su eficacia dentro de un contexto de acción” (1998, p. 94).  Debido a que esto es así, podemos usar “las más inverosímiles herramientas para los más inverosímiles fines” (1998, p. 84).  Pero no es solo que podamos usar los objetos más inimaginables para representar a otros objetos sino que, debido a la capacidad que tiene el ser humano de proyectar, vemos automáticamente los más inverosímiles objetos como si fueran otras realidades.  De esa eficacia se deriva el que sintamos que, por ejemplo, ciertos retratos nos miran.
     Gombrich ataca más aspectos de los puntos destacados del argumento de Freedberg, como los relativos a la represión de nuestras respuestas primarias cuando contemplamos Arte; pero abordarlos aquí sería extendernos demasiado. Quizá por ello sería interesante, en un futuro, ampliar en otro post esta discusión o, incluso, tratar en profundidad alguno de los capítulos del libro de Freedberg.
     Para terminar, y pese a las críticas mencionadas, no puedo, como Gombrich, sino dejar de recomendar la lectura de esta obra a todo aquel interesado en el estudio de las imágenes; aunque también la recomendaría a aquel cuyos intereses sean distintos; pues los problemas que a través del análisis visual aborda Freedberg son determinantes para entender una parte de cómo funciona nuestra cognición y nuestra percepción, no solo de las imágenes, sino del mundo en general. Pese a que desde los ataques platónicos y las polémicas iconoclastas en la Edad Media, las imágenes han sido infravaloradas como fuente de conocimiento; éstas no han dejado de gozar de un gran desarrollo a lo largo de la historia. La imagen, como sostienen autores como Gottfried Boehm. (2011, p.90) “es una necesidad profundamente arraigada en el ser humano”.

sábado, 18 de febrero de 2017

Romances vacíos

KAWAKAMI, Hiromi. (2015). Vidas frágiles, noches oscuras. Barcelona: Acantilado.
KAWAKAMI, Hiromi. (2016). Amores imperfectos. Barcelona: Acantilado.

      Hace bastante tiempo leí El cielo es azul, la tierra blanca de Hiromi Kawakami, una novela que pese al tono ligeramente aséptico y seco que suele utilizar la autora (muy en consonancia con la apatía, el desencanto y la indolencia que caracteriza la vida de sus personajes y la actitud de estos hacia ella), poseía una elegancia narrativa que, unida a la belleza de una historia amable (que no por ello idealizada ni mucho menos estilizada), hicieron de esta obra la pieza que la terminó de consolidar como escritora en Japón (la obra fue galardonada con el Premio Tanizaki). La historia en la que un profesor jubilado y una antigua alumna suya ya rozando la cuarentena se encuentran y comienzan a frecuentar el mismo local de copas hasta que paulatinamente surge entre ellos una ternura que va más allá de la amistad, resultó ser encantadora y me dejó con ganas de leer más obras de la autora; un anhelo que he satisfecho hace unas pocas semanas con dos publicaciones de Acantilado: Vidas frágiles, noches oscuras y Amores imperfectos. La primera es una novela y la segunda un tomo de relatos breves. Aunque no sé si hablar de satisfacción porque, salvo contados párrafos, en conjunto ambos libros me han dejado una sensación de indiferencia, cuando no de decepción; hasta diría que me han provocado el mismo vacío que asalta a sus personajes, y no porque haya simpatizado excesivamente con ellos ni con su situación vital.
      Hiromi Kawakami tiene un gancho fuerte en estas dos obras, y es el tema del desengaño amoroso, ya sea por traición, aburrimiento o contradicción de las creencias y las expectativas que tienen sus protagonistas sobre el concepto del romance. Este es un tema eternamente tratado, además de eternamente seductor; y aunque he de decir que la forma en que lo abordaba en El cielo es azul, la tierra blanca tenía cierta gracia y era original en su tratamiento (que no en su estructura argumentativa); en la novela que nos ocupa, así como en el conjunto de relatos, este asunto se desarrolla en términos generales de manera algo pobre y típica. Vidas frágiles, noches oscuras es por momentos artificial y Amores imperfectos, por momentos insufrible. No obstante, y pese a haber empezado con lo malo, tampoco son dos obras condenables; de hecho me han entretenido y me han proporcionado una lectura amena ya que Kawakami mantiene en ellas la cadencia refinada con punto amargo a la que me he referido antes.
      Vidas frágiles, noches oscuras es una historia segmentada en cuatro puntos de vista: el de Lili, su amiga Haruna, su esposo Yukio (que mantiene una relación adúltera con Haruna desde que era novio de Lili), y Akira, el joven y actual amante de Lili. Este es un plantel no incoherente ni imposible pero bastante extraño. No obstante, la principal falta que veo es que  las relaciones amorosas entre los personajes surgen, sobre todo en el caso de Lili y Akira, de forma forzada, casi sin ningún sentido. Kawakami intenta mantener ese tono de “en la vida no ocurre realmente nada” que es característico y heredero de autores neorrealistas como Natsume seki e intenta mantenerlo en la forma en la que surgen las relaciones afectivas entre estos cuatro personajes sin conseguirlo. Es cierto que los personajes, aunque algo típicos, son desarrollados con profundidad. De hecho, para darles voz de forma exclusiva, Kawakami se ha valido de unos capítulos que acogen, cada uno, tan solo el punto de vista de uno de los personajes. Esto conlleva a que en muchos de los capítulos se superponga lo acontecido bajo la perspectiva de un personaje, a lo que ya habíamos visto que vivía otro de ellos en el capítulo precedente. Este juego de distintos tiempos y miradas es uno de los puntos fuertes de la novela y en el que la autora se maneja con maestría. Es más, cada capítulo tiene por título una metáfora dedicada al personaje y que lo describe a nivel emocional (un bello detalle que supongo y espero que no sea una licencia de la traducción). No obstante, a la hora de conectar a los personajes se le escapa la pluma y a uno le da la sensación de que las relaciones entre ellos surgen porque sí, sin más.
      Quizá se pueda entender que mi crítica es más hacia un tono y una narración de tramas minimalistas, que casi podrían ser la entrada aislada de cualquier diario. Nada más lejos de la verdad. Siento un gran afecto, además de una inmensa admiración, por este tipo de literatura que llena cada párrafo con alusiones a pequeños detalles en los que se otorga valor a todo lo que ocurre alrededor de tan solo un segundo de vida de un personaje: si el rayo de luz que caía sobre la manga de su kimono se atenúa porque pasa una nube, si el sabor de la comida de repente se mezcla con el aroma de otra que acaban de poner en la mesa de al lado, si el chico cualquiera con el que se cruza el protagonista de repente hace una mueca ante un escaparate…
      Pequeños detalles que no forman parte de la trama, que no la enriquecen, pero que sin embargo están, que sin embargo existen porque existen los personajes. Quien jamás haya entrado en contacto con la literatura japonesa puede hacerse una idea equivocada de esta sobreabundancia de detalles, pero se ha de aclarar que no están para llenar espacio; están porque son valiosos, están porque con ellos se dibuja mejor el instante preciso en el que se halla el personaje, aun cuando ni él mismo sea consciente del cosmos vivo que le rodea. Y como son valiosos, en ningún momento ralentizan el texto ni le hacen perder ritmo. Todo lo contrario, sorprendentemente se le otorgan fluidez.
      Nada de esta fluidez se pierde en Kawakami; de hecho, es común en sus obras; pero en Vidas frágiles, éstos apuntes no es que parezca que están para engordar párrafos sino para llenar el vacío existencial, además del narrativo, de unos personajes sobre los que casi no hay mucho que decir. Y no hay mucho que decir no por una pretensión realista, sino porque son personajes de arquitectura algo manida y plana.
      Algo semejante ocurre en Amores imperfectos; aunque quizá aquí dicha sensación se pueda perdonar teniendo en cuenta que más que relatos, la mayoría son casi microrrelatos de una extensión, algunos de ellos, de unas escasas dos páginas.
      Por terminar, no diría en absoluto que Kawakami no haya de leerse. Recomiendo encarecidamente a los lectores El cielo es azul, la tierra blanca. Sin embargo, las dos obras de las que ha sido objeto esta reseña, quizá animaría a echarles un vistazo como lectura ligera y sin excesivas pretensiones.

domingo, 15 de enero de 2017

La Eva futura



VILLIERS DE L´ISLE ADAM, Auguste . (1998). La Eva futura. Madrid: Valdemar.

     Son pocas las obras literarias que me disgustan, pero también son pocas las que a lo largo de mi vida la han marcado de forma especial. En esta ocasión, aporto la reseña de la que sin lugar a dudas es una de mis novelas favoritas: La Eva futura, de Villiers de L´isle Adam.

     Sobre este autor, uno de los genios literarios más fascinantes que he tenido la suerte de leer,  no hay palabras más certeras y que puedan sintetizar tanto lo que fue su vida, como las líneas de León Bloy citadas en el prólogo:


“Mi amigo, el conde Villiers, que posee uno de los apellidos más ilustres Europa, una de las inteligencias más luminosas de poeta que se hayan visto en este siglo, es monitor en un salón de boxeo inglés y recibe, con un sueldo de 60 francos al mes, cerca de dos docenas de puñetazos en la cara cada semana.” (p. 9)

     Villiers tuvo una vida plagada de miseria. Varios capítulos de la presente obra, de hecho, tal y como también se nos informa en dicho prólogo, fueron escritos, a falta de tinta, papel y un escritorio, sobre papel de periódico y en el suelo. Parece ser que Villiers la consideró su obra maestra, y yo apostillaría que no es de extrañar; pero no me demoraré más en introducir los aspectos de la obra:

     La trama de La Eva futura  gira en torno a Lord Ewald, un joven noble inglés que visita Menlo Park, donde reside su amigo y protegido, el inventor Thomas Edison. Una vez en compañía de éste, le comenta que el motivo de su visita es despedirse de él puesto que piensa cometer suicidio. Las razones son que se ha enamorado locamente de una actriz (miss Alicia Clary), residiendo el problema en el hecho de que la joven lo atrae tanto como le repele, ya que se trata de una señorita cuya belleza (comparable a la de la Venus Victrix dicen en la novela) va paralela a su estupidez. Pese a este factor, el joven se siente incapaz de apartarse de ella y no ve otro camino que el de quitarse la vida. Más Edison, tras escuchar su historia, lo insta a no precipitarse y le presenta su último invento: Hadaly  (la autómata más prodigiosa jamás fabricada y dotada de todas las cualidades deseadas por un hombre culto y sensible en una mujer de la época) y le propone la opción de darle a ésta la apariencia de miss Alicia y que así abandone a la auténtica. Por supuesto, Lord Ewald no se mostrará convencido desde el principio.

     Este es el planteamiento inicial de una novela en la que Villiers aprovecha para introducir varias cuestiones de carácter filosófico a través del personaje de Edison. Puesto que la vida de su protector está en juego, el inventor ha de esforzarse por menguar sus reticencias ante la propuesta. Su estrategia, como no podía ser de otro modo, será invertir las valoraciones de Lord Ewald ante temas como son la pregunta por la identidad, qué significa ser humano o máquina, o que determina la autenticidad o inautenticidad de un ser o un objeto, entre otros. Si bien Ewald está sorprendido gratamente por los atributos físicos y sobre todo mentales de Hadaly, su conocimiento de que es una máquina lo hace inevitablemente titubear a la hora de aceptar. Edison le interrogará entonces acerca de por qué dicho conocimiento le hace considerarla menos real, menos mujer que miss Alicia. 

     En un mundo en el que el desarrollo técnico ha avanzado considerablemente y en el que viene siendo un lugar común la opinión de que las corporaciones mediáticas construyen una visión no solo sesgada sino muy selectiva y, sobre todo, muy construida y estereotipada de la realidad y de lo que debe ser un hombre o una mujer, las cuestiones que plantea la novela no podrían estar más de actualidad. Principalmente, porque Edison aporta una perspectiva que discutiría esa opinión común que quizá es tan estereotipada como lo que combate. ¿Por qué una máquina hecha a imagen y semejanza de nuestros arquetipos de perfección física y mental representaría una ficción? Edison, en aras de convencer a su protector, le narra el episodio sufrido por un amigo cercano a manos de una bella prostituta. El incidente es relevante porque el atractivo físico con el que la prostituta sedujo al susodicho era un fraude a base de maquillaje, postizos, etc… Con esta anécdota Edison está tratando de que Ewald se replantee sus ideas sobre lo real y lo irreal, sobre lo natural y lo manipulado. Hadaly no es en el fondo ni más artificial ni menos natural que esa prostituta. Nuestros cuerpos son medio y soporte de una imagen socialmente construida; de hecho, no es posible disociar ambas dimensiones, esto es, cuerpo y contexto; Hadaly no es diferente en ese sentido, y por tanto es injusto rechazarla solo debido a su carne metálica; una carne que no se distinguirá de la de cualquier persona si finalmente el joven toma la resolución de tomarla como compañera.

     A lo largo de la novela Hadaly dará muestras de gran sensibilidad e inteligencia, así como de ser una excelente conversadora. Probará además tener unos modales intachables que lejos de resultar artificiales y fríos, poseerán una gran calidez. Ello, junto a los empujones argumentativos de Edison, irá provocando que el joven olvide su condición mecánica.

     La Eva futura es un texto en general desconocido, a lo que contribuye el hecho de que la edición que se presenta (así como otras ediciones en español de la misma) se halle desafortunadamente descatalogada (tan solo en tiempos recientes he visto ediciones antiguas que se venden en portales de intercambio y venta de libros por parte de particulares). Esto hace difícil que a día de hoy un público extenso pueda disfrutar de una obra que, en mi opinión (siempre humilde), es muy superior al Frankestein de Shelley o al famoso relato de Hoffman EL hombre de arena. La Eva futura vendría a sintetizar, a recoger en una prosa bellísima y en una historia extraordinaria, toda la tradición de la que derivan las obras mencionadas y creando, a su vez, un imaginario innovador que fragua (y esto es a título personal) en obras como Metrópolis, de Fritz Lang, que contiene muchos elementos que recuerdan a la novela de Villiers (si bien Metrópolis invierte la idea de este autor, pues en este caso, a la máquina se le da la apariencia de la protagonista para pervertir al mundo, para hacer el mal).

     Por último, una de las cosas que no quiero dejar de mencionar sobre la novela, es en lo relativo al personaje de Edison (evidentemente inspirado en el personaje real). Hay razones claras para que Villiers decidiera escoger a este personaje (contemporáneo suyo) y realizara una reconstrucción literaria y muy libre del mismo. Como el propio autor advierte al lector en una nota sobre la novela, Edison, a raíz de sus numerosos inventos, ya era conocido con sobrenombres como El Mago del Siglo o El Brujo de Menlo Park (este último es frecuentemente referido en la novela). Sobrenombres que evidencian que se había creado en torno a él, tanto en Estados Unidos como en Europa, un imaginario colectivo que asociaba sus increíbles inventos a una idea de magia (por llamarlo de algún modo). Tal imaginario ya lo convertía, de algún modo, en un personaje literario, fantástico; y dice así Villiers:

“Todos saben hoy que un inventor americano, muy ilustre, el señor Edison, viene descubriendo desde hace unos quince años, una cantidad enorme de cosas tan extrañas como ingeniosas; […]. En América y en Europa ha nacido una leyenda en la imaginación popular alrededor de este gran ciudadano de los Estados Unidos, […]. El entusiasmo-totalmente natural-en su país y fuera de él, le ha conferido especie de cualidad misteriosa, o algo muy parecido, en muchos espíritus.
Desde entonces, el «Personaje» de esta leyenda –incluso  el hombre real que ha sabido inspirarla-,  ¿no pertenece a la literatura fantástica? En otros términos, que si el doctor Johannes Faust hubiera sido contemporáneo de Goethe y hubiera dado lugar a su simbólica leyenda, ¿no habría sido el Fausto, a pesar de todo, legítimo? Por tanto, el «Edison» de la presente obra, su carácter, su vivienda, su lenguaje y sus teorías son –y debían ser- al menos algo diferentes de la realidad.
Queda así establecido que interpreto una leyenda moderna de la mejor manera posible para la obra de arte metafísica cuya idea he concebido; en una palabra, el héroe de este libro es, ante todo, el «Mago de Menlo Park», etc, y no el ingeniero señor Edison, nuestro contemporáneo.” (p. 13)
     Finalmente, y a modo de reflexión personal sin trascendencia, no deja de resultarme curioso que el personaje real escogido por Villiers para ser el creador de una de las inteligencias artificiales más dotadas, fundara una fábrica de inventos en Menlo Park; el mismo emplazamiento en el que en un garaje Larry Page (hijo de Carl Victor Page, considerado uno de los pioneros de la inteligencia artificial) inició, junto a Serguéy Brin, el proyecto de Google.