miércoles, 2 de noviembre de 2016

Waterworld



BALLARD. J. G. (2006). El mundo sumergido. Barcelona: Planeta DeAgostini



Si bien la ciencia ficción es uno de mis géneros cinematográficos favoritos, son contadas las ocasiones en las que le he dedicado atención a literatura del mismo género, y no por prejuicios, escepticismo o desprecio; simplemente, las circunstancias han hecho que pocas veces nos hayamos cruzado en el camino, algo que estoy recientemente tratando de suplir y que me está aportando grandes satisfacciones. La última de ellas ha sido El mundo sumergido de Ballard. 

Hace algunos años ya había leído del mismo autor una obra que sería el equivalente literario y de ciencia ficción de una estrambótica película de David Lynch: La exhibición de atrocidades. Aquel relato era una pieza enigmática, surrealista y de tiempos ambiguos, en los que uno no discernía si estaba en un escenario ante o post-apocalíptico, ya fuera real o mental; y en el que los personajes eran varios y uno al mismo tiempo, dando la impresión de que mutaban en cada capítulo sin que a la vez cambiaran en absoluto. 

Por lo general, mi relación con este tipo de productos suele ser de amor-odio: o me apasionan o me resultan tremendamente insufribles. En el caso de La exhibición de atrocidades, y muy al contrario de lo que me ha sucedido con varias de las películas de David Lynch, aquella lectura desembocó en un profundo enamoramiento que despertó aún más mi interés por este escritor del que hacía mucho que quería leer algo.

No obstante, en El mundo sumergido Ballard cambia de tercio y elabora un texto que no guarda la más mínima relación de parentesco con la clase de obras comentadas; sino que se trata de una historia narrativamente al uso, con su planteamiento, su nudo y su desenlace. Si bien en ella también existen componentes surrealistas, éstos quedan relegados a la vida interior de los protagonistas. Ballard acota a los personajes estableciendo una perfecta separación entre ellos y el lector. Dicho de otro modo, la confusión entre el entorno que habitan los protagonistas y la atmósfera interna que les habita a ellos sólo se tambalea ante los ojos de estos y no ante los del lector, como sí ocurre en La exhibición de atrocidades.

El mundo sumergido nos traslada a un futuro no muy lejano en el que la temperatura del planeta se ha incrementado significativamente y los polos se han derretido anegando el globo de mares, ríos y lagunas. Del viejo mundo tan sólo se conservan parte de las estructuras arquitectónicas más altas, las cuales asoman la cabeza como náufragos a punto de rendirse. Los supervivientes han emigrado hacia el norte, el único punto del planeta con unas condiciones soportables para la vida humana; y sólo unos pocos se aventuran, hasta donde pueden, hacia el sur; ya sea para investigar o para saquear lo que queda.

La historia se centra en Kerans, un biólogo que junto a otros compañeros de profesión, llevan meses anclados en una de las lagunas retiradas del norte. Trabajan en un laboratorio flotante, unido y protegido por una nave militar ocupada por un regimiento con el que cooperan.

Kerans y una muchacha que va con ellos, Beatrice, han residido durante todo ese tiempo en las últimas plantas de los lujosos edificios que sobresalen del agua de la zona y poco a poco se han visto asediados por sentimientos de permanencia y letargo; como si sus espíritus enraizaran inducidos por el lugar a un abandono e inmovilidad semejantes a las de las iguanas gigantes que ahora se han adueñado de las junglas, y que yacen todo el día apostadas como esfinges de piedra sobre las ruinas agredidas por un sol que se ha vuelto feroz.

Debido a ese motivo, reciben con contrariedad y decepción la noticia, por parte de Riggs (el superior al mando de ese campamento acuático), de que partirán en breve hacia el norte ya que desde el sur se avecinan tormentas y subidas de temperaturas que harán de esa latitud un lugar impracticable para el desarrollo y la vida de los seres humanos. Sin embargo, Kerans y Beatrice no cederán y, pese a los peligros, irán abasteciéndose en secreto con la ayuda de Bodkin, otro biólogo que a diferencia de Kerans, conoció en su juventud cómo era el planeta antes de la conquista de las aguas.

Saben que a ojos de todo el equipo tal decisión es una locura, pero consideran que la resolución de quedarse allí es la consecuencia lógica a la que los invita un mundo que ha involucionado a las condiciones de la Tierra primitiva. Kerans, como Beatrice y otros compañeros, han sido víctimas en las últimas semanas de pesadillas similares: sueños que centrifugan memorias arcaicas y que han provocado que quienes empezaron a sufrirlos se hayan paulatinamente encerrado en sí mismos:

“La creciente tendencia al aislamiento y a encerrarse en ellos mismos que se manifestaba en todos los hombres del grupo, y a la que sólo el alegre Riggs parecía inmune, le recordaba a Kerans el metabolismo disminuido y la regresión biológica de todas las formas animales cuando va operarse en ellas una metamorfosis fundamental. Se preguntaba en qué zona de tránsito estaba entrando él mismo, y pensaba que su propia regresión no era síntoma de una esquizofrenia latente, sino una cuidadosa preparación para un ambiente radicalmente nuevo, con una lógica y un mundo interior propios, donde las antiguas categorías mentales serían verdaderos impedimentos.” (p. 16)
Como se aprecia en este párrafo, la novela está plagada de reflexiones en las que psicoanálisis, filosofía y biología se comunican bajo alusiones a teorías de evolución regresiva, miedos atávicos y vapores oníricos que son recuerdos sedimentados de hace millones de años. Ballard ha cimentado en esta maravillosa historia un universo que no es sino la transposición de la arquitectura psíquica de los personajes. Lo que del viejo mundo aún logra insinuarse sobre las aguas, es un esqueleto neuronal ahogado en el lodo de un macro-inconsciente líquido. Un inconsciente que tira en silencio de las voluntades, dirigiéndolas hacia la última vértebra de lo más escondido y repudiado de nuestro origen.

El mundo sumergido no es desde luego una obra para todos los gustos ya que posee poca acción y dinámica narrativa. Algo que para mí ni es un demérito ni deja de serlo, pero que para muchos lectores lo es y, por tanto, puede parecerles que las páginas carecen de ritmo. Sin embargo, si así es, si en verdad se da ausencia de ritmo, en mi opinión ésta es sin duda buscada por el autor para equilibrarla y hacerla paralela a la indolencia mental de los protagonistas.

Bajo mi punto de vista, el libro tan sólo presenta una serie de asperezas; y son unos decepcionantes capítulos finales en los que se produce un giro de los acontecimientos forzado y más tarde una conclusión que queda torpemente abierta. No tengo nada en contra de los finales abiertos, de hecho es un recurso que me gusta mucho, pero cuando está bien articulado; esto es, cuando suscita preguntas legítimas que contribuyen a indagar y a ampliar en la imaginación del lector el universo ofrecido por el autor. En cambio, el final de esta novela es a mi juicio perezoso. Ballard ofrece una trama que le dejaba a uno el cerebro tiritando de curiosidad y suspense para después despachar de un manotazo sin gracia muchos de los misterios planteados al inicio.

En suma, y a excepción de estos desafortunados capítulos, puedo afirmar que se trata de un clásico de ciencia-ficción más que recomendable, tanto por la brillantez de su estilismo narrativo como por su contenido sugerente y reflexivo.

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